Más de 80 adaptaciones cinematográficas han elevado a Carmen como una de las figuras femeninas míticas por excelencia de nuestra cultura visual tras su nacimiento en el siglo XIX en la novela de Mérimée y su posterior espectacularización con la ópera de Bizet. La encontramos representada en infinidad de formas; desde sus conocidos orígenes exóticos en una España fetichizada por el signo orientalista hasta reversiones que modifican y sitúan la identidad de Carmen al gusto de sus creadores, cambiando su nacionalidad, etnia, color de piel, cabello y profesión. Entonces, más allá de su nombre, ¿qué es aquello en lo que persisten en reiterar y cuál es el atractivo de esta historia para haberla transitado regularmente durante más de 200 años?
Tras investigar e inventariar el amplio archivo visual y narrativo de todas las Cármenes que me precedieron, os cuento el secreto: su final.
Carmen como figura mítica es solo uno de los innumerables ejemplos de cómo la violencia simbólica se ejerce sobre el cuerpo femenino por medio de las imágenes y perpetúa, a su paso, relaciones de dominio en el cuerpo social. Ella, como mujer fatal, siempre será sentenciada “justamente” en un sino trágico que es estructurado regularmente por directores y narradores masculinos cuyas voces bloquean la suya propia.
Esta propuesta, formulada como archivo audiovisual, ironiza la visión secularizada del impacto de aquellas narrativas visuales respecto a las que me pregunté si es posible ser La Carmen Sobreviviente a aquel supuesto destino articulado dogmáticamente. La respuesta a esta sinopsis se encuentra formulada en la fotonovela homónima, donde Carmen rechaza lo que aquellas imágenes le dictaban sobre su suerte e intenta sobrevivir por medio de estrategias subversivas apropiacionistas y de camuflaje en una suerte de pastiche para ser capaz de narrar su historia al fin.